La decisión de ser padre ha sido, sin duda, la mejor que nunca habré podido tomar en mi vida. Cada una de las veces. No existe nada comparable a la experiencia de crear vida de tu propia vida. Ni al reto de intentar ser ejemplo de espíritu, sabiduría, nobleza y coraje en un mundo que parece encaminarse hacia el abismo. Y es en esas tareas que, a menudo, los padres olvidamos quiénes somos y quienes sois vosotros; nuestros hijos.
Casi a diario, nos sentimos tentados a juzgar y a criticar esos pequeños e innumerables actos y actitudes que incluso ni siquiera tenéis por "malas costumbres". Aun cuando perseguimos el bien, queriendo lo mejor para vosotros, no somos perfectos. Erramos. Es un hecho. No venimos al mundo con doctorado en paternidad. Ni siquiera existe tal cosa. Y tampoco debería hacerlo. Porque no existe nada más único e inigualable que cada uno de nosotros en el órden de la materia universal, y tampoco existe una receta mágica para ser el mejor padre, la mejor madre o ser los mejores hijos. Pero sí que podemos intentar serlo. Así que hoy, un día para mi tanto de celebración como de reflexión, y antes de terminar con uno de los mayores consejos que le daría a mi Yo más joven y que deseaba regalate hoy, hijo, quería volver a anotar en la historia de todo lo escrito una de esas pequeñas piezas surgidas de un sentimiento profundo y sincero escrita por W. Livingston Lamed que pareció por primera vez como editorial en el diario People's Home Journal, fue condensado en la revista Selecciones del Reader's Digest, recogió Dale Breckenridge en su obra bajo el alias Dale Carnegie y yo rescato hoy. Posiblemente una de las mejores cartas sobre el perdón escritas jamás, de un padre hacia su hijo, y reza como sigue:
PAPÁ OLVIDA
W. Livingston Lamed
Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes con tu manita metida bajo la mejilla y tus rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con una toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: " ¡Adiós, papi!" y yo fruncí el entrecejo y te respondí: "¡Ten erguidos los hombros!".
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. "¿Qué quieres ahora?" te dije bruscamente. "Nada" — Respondiste; pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agotar. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender; esta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros. Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo.
He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza. Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto. Pero mañana seré un verdadero papi. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: "No es más que un niño, un niño pequeño".
Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro...
He pedido demasiado, demasiado...
... Cuántas veces nos dejamos arrastrar por el ruido del mundo y no nos paramos simplemente a contemplar la eternidad de las cosas que ya son, o la belleza de la vida que ya es... Olvidando incluso las cuestiones más básicas. Las más obvias. Las que nos traen directas hasta el siguiente mensaje en un momento en el que ya, la misma sociedad, te empuja a definirte por aquello que serás en la vida. Y que dirá infinidad de cosas para convencerte de aquello que debes ser. Pero yo solo te diré una. Y once razones. Así que allá va. Tira del desplegable:
¿Qué debes ser aunque todos te digan cualquier otra cosa?: Un solo consejo y once razones...
RAZÓN nª1
RAZÓN Nº2
RAZÓN Nº3
RAZÓN Nº4
RAZÓN Nº5
RAZÓN Nº6
RAZÓN Nº7
RAZÓN Nº8
RAZÓN Nº9
RAZÓN Nº 10
RAZÓN Nº11
Con todo mi CORAZÓN Y CARIÑO,
— PAPÁ. FELICIDADES.